En relación a la decisión ¿Molestarme si alguien cuestiona mis creencias? esta es una opinión de José Lázaro

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Esta es mi opinión de experto

No, confundir las creencias con la identidad y las opiniones con los afectos es propio de mentes simples, aumenta la vulnerabilidad del que lo hace y provoca hostilidades dañinas.

En una carta fechada en Salamanca el 5 de marzo de 1913 le escribía Unamuno a Cajal: “No me gustan los que me dicen lo que yo me digo, y me aficiono a los que de vez en cuando me contradicen”. Esta noble actitud de un gran pensador es casi antinatural desde el punto de vista afectivo: a todos nos gusta espontáneamente que nos den la razón y nos molesta que nos lleven la contraria. Pero esa inercia emocional de sentirnos gratificados por los que piensan como nosotros e incómodos con los que sostienen ideas opuestas llega a veces a niveles peligrosos cuando el objeto de crítica no son ideas más o menos elaboradas sino creencias profundamente arraigas en lo más profundo de nuestro sistema de valores.
Esta reacción emocional es más intensa cuanto menor sea el desarrollo crítico del creyente: es fácil observar como a un islamista convencido o a un testigo de Jehová les molesta y les hiere el simple hecho de que alguien en su presencia se declare serenamente ateo. Los auténticos creyentes llegan a sentirse ofendidos por la simple presencia de alguien que no comparte sus creencias, sobre todo si lo declara verbalmente. La conciencia que Unamuno manifestaba (son los que no piensan como nosotros los que pueden enriquecernos, pues los que comparten nuestra visión del mundo no pueden aportar nada nuevo a ella) es un ejercicio intelectual de alto nivel que desconocen todos los que elogian al que “siempre ha pensado lo mismo” (es decir, al que nunca ha pensado nada), al que honra merece porque a los suyos se parece y al que nunca ha producido una astilla que no sea idéntica al palo del que procede. Cambiar de perspectiva sobre cosas importantes exige un esfuerzo difícil y molesto, lo natural es sostenerla y no enmendarla. Y sobre todo, lo cómodo. Especialmente para todos (son muchísimos) los que carecen de la capacidad de pensar.
Creer no es solo hacer afirmaciones indemostrables sobre la realidad: también implica una investidura emocional de lo creído, una impregnación afectiva de las convicciones nucleares que llega a convertirlas en el núcleo mismo de la identidad personal y en el criterio para definir los límites de la comunidad a la que se pertenece. Si a ello se añade una rigidez mental que no permite modificar esas convicciones, el resultado es un auténtico creyente: aquel que daría su vida en defensa de sus creencias porque las ha convertido en algo más valioso que el propio hecho de existir. Esa criatura apasionadamente creyente siente como un insulto la mera afirmación de creencias diferentes a las suyas (y aun peor si lo que se afirma es la ausencia de cualquier creencia), siente como intolerable hostilidad la diferente mentalidad del otro, siente como agresión lo que no es de hecho nada más que disensión. Con ello expresa su escasa capacidad para pensar y su peligrosa tendencia al fanatismo.

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