En relación a la decisión ¿Superar el miedo a la muerte? esta es una opinión de José Luis González Quirós

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Imagen de José Luis González Quirós

Esta es mi opinión de experto

Superar el miedo a la muerte es literalmente imposible y, además, puede resultar inconveniente. Por supuesto que la muerte es parte esencial de la vida, que morimos a cada minuto que vivimos, pero eso no debiera servir para trivializar la muerte que es un acontecimiento, único, inevitable y fatal.

 
La muerte nos es impensable porque supone la desaparición de nuestro yo encarnado, ese sujeto que piensa, siente y espera y sin el que nada de cuanto acontece y nos afecta tendría sentido alguno. Podemos acostumbrarnos a pensar, y es correcto hacerlo desde el punto de vista científico, en un mundo que es perfectamente subsistente por sí solo, sin que su presencia ante mí sea relevante, pero el hecho es que el mundo que experimentamos es siempre nuestro mundo.
 
Por mucho que pensemos en la muerte para adaptarnos a ella, a su inevitabilidad, hay algo en esa perspectiva que nos desconcierta y atemoriza, háganse los esfuerzos que se hagan en disimularlo. Pero no hay sólo un miedo, por así decir, metafísico, unamuniano, sino que hay también un miedo biológico a morir que seguramente no sea exclusivo de los seres humanos y que es vano tratar de disimular o de reducir al miedo al dolor que usualmente acompaña a los acontecimientos que preceden a la muerte física o la causan. Tampoco puede perderse de vista el temor que siempre inspira la desconocido, y la muerte es un salto en el vacío del que no tenemos absolutamente ninguna experiencia personal, puesto que siempre se mueren los demás, y nunca hemos muerto nosotros, así pues, pensarlo como el cese absoluto de nuestro ser, aunque pueda resultar consolador, resulta, tal vez, un poco tramposo.
 
Es evidente que hay que tratar de enfrentarse con la muerte sin miedos dramáticos, y que la filosofía, y la religión, pueden ayudarnos a afrontar el trance, como sugería Epicuro con su famoso razonamiento: “cuando tu estés la muerte no estará, y cuando la muerte esté ya no estarás tú”. Está bien, puede resultar consolador, pero esa desaparición de nuestro yo, por escasamente entrañable que nos resulte, es también lo que inspira temor, un temor no demasiado ajeno al que se considera que se ha de reservar ante Dios, y del que hablaron los Salmos: Timor Domini Sanctus, “santo es el temor de Dios”. Uno y otro, el temor de Dios, y el temor a la propia muerte, comparten el rechazo a lo que, sin embargo, es inexorable, a aquello que limita gravemente nuestra libertad, nuestro poder y el sentido que queramos dar a nuestra vida personal.
 
Pese a todo, y pese a que la idea de que ésta pudiere ser eterna resulta insoportable, y no es necesario leer a Borges para imaginarlo, es inevitable sentir respeto e inquietud ante la mera idea de que que desapareceremos: lo tememos es, en efecto, dejar de existir. Spinoza dijo que la filosofía es una meditatio mortis, pero incluso entre filósofos se tiene por pesados a los que hablan mucho de la muerte, por algo será. Así, aunque la idea de inmortalidad pueda ser discutida como un sinsentido, seguramente todos se aferrarían a ella si pudiésemos optar. Decir lo contrario es como renunciar a ser multimillonario cuando no se tiene ninguna posibilidad de serlo.
 
No hay duda de que tenemos que aceptar nuestra mortalidad y de que podemos refugiarnos en diversos consuelos, pero una cosa es reconocer que podemos consolarnos con eficacia y otra afirmar que la expectativa no nos produce ni miedo ni inquietud. De hecho, cabe considerar que todos los anhelos humanos de inmortalidad relativa, lo que buscamos con la fama, el poder, la ejemplaridad, o la memoria colectiva, son lenitivos de una dolencia incurable, de un miedo tan inconfesable como disfuncional: su reconocimiento produce vergüenza. Shakespeare le hizo decir a Julio César que los cobardes mueren muchas veces, mientras que los valientes solo una, por algo será. El valor nos evita el temor, pero es porque el temor existe. La religión, en especial la religión cristiana, es un alivio, y carece de sentido no admitirlo. Otra cosa es que sólo sea eso, pero a su Fundador no se le escapó nunca esa dimensión de su mensaje, un bálsamo de las penas de la vida, y una esperanza de que tanto esfuerzo pueda no resultar del todo vano, si, después de todo, existiese una vida mejor, no sometida al imperio de la muerte.

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