En relación a la decisión ¿Leer 'Cuadernos', de Paul Valéry? esta es una opinión de Juan Malpartida

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Esta es mi opinión de experto

   Toda la obra de Valéry puede verse como el teatro de la lucha de la pureza de la inteligencia consciente de sí misma, pero afectada por el orgullo, el tedio y las oscuras fuerzas de la vida.

Los Cuadernos de Paul Valéry (1871-1945) son un desafío a la inteligencia. Obra de realización nocturna, hacia la claridad del día, esta inmensa obra es, en cierto sentido, inacabable. Desde las consideraciones de André Gide en su Diario y las lúcidas páginas de 1933 de Marcel Raymond, hasta el notable ensayo de Emil Cioran “Valéry frente a sus ídolos” (1970) los trabajos sobre el autor de El cementerio marino han sido de muy distinto signo, pero no se podría decir que no haya sido comprendido. Pocos son los estudios de poética e incluso de teoría del conocimiento del siglo XX que no le deban algo. Se lo ha visto, en cuanto que teórico del lenguaje y del acto de inteligir, como pionero del estructuralismo o de la semiología, o bien, y sin contradicción se le han encontrado analogías con el budismo, pero a todo se resiste y a pesar del fracaso último que supone su desafío, por las dimensiones y las características mismas de éste seguimos leyendo en él algo irreductible a la refutación y que tiene que ver con su naturaleza aforística y su fuerza literaria. Las tres mil páginas de sus cahiers, aquí resumidas con rigor, son el testimonio de un individuo que parece haber aceptado la empresa fáustica de querer comprender las pasiones y el mundo de los significados, si no las formas, sus artimañas y el proceso mismo de la inteligencia, entendiendo que de lograrlo comprendería (él, Valéry) el “mecanismo”, o dicho con otras palabras, la substancia y no los accidentes. A cambio  –y esto lo perciben sus lectores-  reinará como un dios en la contemplación de un mecanismo vacío. Su apuesta, llevada a cabo hasta el final de su vida, fue por la lucidez, entregado al fragmento y presintiendo siempre la coherencia del sistema sin formularlo jamás. Este afán de objetividad científica (pero en el orden de las palabras, siempre sujeto a la ambigüedad de los significados), heredera del cartesianismo y del positivismo, le llevó a preferir la poética a la poesía, la posibilidad de la comprensión de una pasión a la pasión misma. Aunque no siempre. De hecho, es autor de varios poemas que no se pueden escribir sin una dimensión que está antes del cálculo y que lo trasciende.
  También, como se hace evidente en el apartado “Eros”, fue un hombre sensual y aunque enemigo del recuerdo y exaltador de un presente autosuficiente, en esas páginas, que son propias de la confesión del diario, a las que muchas veces cede, afirma que se volvió “loco y horriblemente desdichado durante años” por una mujer. También, a pesar de que no creía que hubiera nada detrás del lenguaje, señala en uno de sus apuntes que la poesía es “el intento de representar (...) los gritos, las lágrimas, silencios, las caricias”. Pero contra esta misma observación se revela porque sufre la pasión de su propia capacidad de reflexión incesante, y lo que le parecía radical era la comprensión de su yo, abstracto, sin novela. Valéry se opuso a la profundidad, a la inspiración, a los dones, pero ellos le dieron, a pesar de lo que pensó Cioran al respecto, varios de los más hermosos poemas de la lengua francesa, algo que no podría repetir a voluntad manejando los sutiles mecanismos de la poética. Toda la obra de Valéry (algo asimétrica en esto) puede verse como el teatro de la lucha de la pureza de la inteligencia consciente de sí misma (“que todo lo concibe sin crearlo”, según el verso de José Gorostiza), afectada por el orgullo y el tedio, y las oscuras fuerzas de la vida. La poesía, tras Mallarmé y Valéry fue por otro lado, porque no había forma de continuar lo hecho, y si el autor de La joven Parca quiso eliminar sistemáticamente el habla, la poesía moderna le dio un lugar preponderante. Valéry luchó por hacer con palabras un álgebra de la mente, y en su maravilloso fracaso nos dejó una historia y sus logros, como este aforismo con el que invito a su lectura: “El hombre no resistiría un conocimiento extremo de sí mismo. Porque lo que quiere ser y lo que quiere conocer se destruyen mutuamente.”

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